(Antes de empezar sólo diré que, bueno, he dejado mi blog un tiempo de lado y ahora lo vuelvo a pillar, pero con otro royo, cogeré cosas mías de policíaca o negra y le daré en serio, y eso).
Me desperté de un susto, a pesar de que lo único que podía llegar a oír eran las gotas de cal que caían de las goteras de un techo a más de veinte metros de altura.
No pregunté, ni grité, simplemente no me extrañé, supe que había llegado el momento. El hoy es una puta que cuando menos te lo esperas se cambia de nombre por ayer, hace las maletas y te deja con la factura del motel en la mesilla.
El lugar no parecía nada, simplemente las ruinas del imperio presente que algún día fue prosperidad, sólo podía saber que estaba en una nave en medio de esos lugares a los que ya no se acercan ni los heroinómanos. Eso sí, olía al pescado rancio al que huelen doce meses en la mar. O no, quizás sólo era el olor del miedo, miedo de admitir. No oía pasos, y la agonía de esperar lo hacía todo imposible. Estuve dos noches seguidas con la piel de gallina. Era el pánico. Sabía que cualquier cosa que viniera después no podía ser más dura que mi presente inmediato. Los días allí no decían nada, casi se intuía más de noche. Las cristaleras no sé hasta qué punto eran traslúcidas o estaban llenas de pura porquería. La puerta no tenía candado, sabían que no iba a huir, todo alrededor sería la nada, y el intentar sobrevivir por mi mano significaba la muerte. Tampoco tenía ganas, aunque no sabía que me echaba más atrás, si las rodillas moradas con heridas todavía supurando o simplemente la necesidad de escarmentar. Maldición, sólo estando allí se puede saber lo que se siente. Aquello era peor que caer en las zarpas del Vietcong. De repente empezaron a sonar acompasadas las pisadas de dos hombres pesados. Sonaban a zapatos italianos caros, a esas alturas tacones no se oyen. Los vi vestidos y supuse que no venían a torturarme, no eran el tipo de hombres que se manchan sus propias manos. Uno se puso de cuclillas, y un rizo engominado le cayó sobre la frente. Se tapó la boca con la solapa de la camisa, es lo que tiene hacértelo encima. Me dijo algo, pero su voz grave no hizo mas que provocarme un espantoso dolor de oídos que llegó tan rápido como tardas en caer en la cuenta de que cuando se oye la puerta no esperas que ella vuelva. El hombre de atrás no se tapaba, incluso una sonrisa con malicia asomaba sobre la comisura de sus labios. Ese tipo estaba cruzado de brazos, para él sólo era rutina. Empezaba a impacientarse, y yo a darme cuenta de lo que pasaba. Me lo esperaba, me lo merecía, incluso lo quería, solo que... ¿Sabes? Me hubiera gustado irme dejando unas palabras. Había cambiado por completo, me daba vergüenza de mí mismo. Había actuado sin escrúpulos, de la misma manera que yo tanto odiaba. Mil veces había intentado cambiar, ninguna con resultado aparente. Joder, sólo yo sé lo que fui capaz de hacer. El tipo de atrás se apartó de mi oscura figura, y sacó del bolsillo el típico teléfono móvil que te esperas de un tipo con un sótano lleno de bolsas de deporte con fajos de billetes sin declarar. Abrió la tapa y pulsó un sólo botón. Al cabo de cinco minutos llegó una furgoneta vieja y blanca, donde los restos de óxido de la carrocería se confundían con las pintadas de color negro. Óxido. Corrosión. Mar. Estaba en un puerto como sospechaba. Un tipo con mono azul dejaba entrever una camisa hawaiana y un par de collares de oro barato. No tenía nada que ver con los otros dos tipos, él era distinto, era de los que van y vienen y no te da tiempo a cogerles cariño. Era un chivato, el chico de los recados de la peor familia de la cuidad con los aires de habérsele subido a la cabeza la promesa de un capo. Las joyas baratas. El tío sacó ansiosamente la 45 de la guantera de la tartana blanca. Jugaba con ella y reía con inseguridad mientras miraba al hombre más alto esperando una mirada de aprobación o complicidad. El otro lo sabía, y la sensación de tener poder, aun sobre esa rata seguía gustándole. Otro que iba a durar poco, no menos que yo. El cabrón del mono me dio una patada en la boca y una pata de la silla se rompió. Caí al suelo. Me apuntó, pero yo sabía que no me iba a matar, lo veía en sus ojos. En esos momentos le llegaría a la cabeza la mirada de desaprobación de su madre, y no podía presionar el gatillo otro milímetro más. El tercer hombre, el del teléfono se percató de la situación, y se llevó a la rata esa detrás de la furgoneta. Se oían golpes y gritos, sabía que le estaba dando una paliza por inepto, seguramente no podían dejarle pasar otra. El que se quedó conmigo todavía tenía la sonrisa en la comisura. Se alejó a un ritmo normal dando grandes pasos, encendiéndose un cigarro. Quería esperar, pero me tentaban más dos minutos de adrenalina antes del sueño eterno. Me levanté con un tremendo dolor de rodillas, al menos los huesos no se habían astillado, pero un bate de béisbol y dos días sin moverme eran suficiente razón para hacerme gritar. Mordí la mordaza para no hacer ruido. Fui andando hasta la uralita de la parte trasera de la nave y vi una puerta entreabierta que daba a unos contenedores de carga. Me ayudé apoyándome en la pared y doblé la siguiente esquina. Libre, pero no por mucho. Entonces se me iluminaron los ojos. Sabía que era un regalo no merecido, pero la sonrisa de mi cara no podía dejarlo escapar. Sólo unos días más de ruido, Dan; me dije. Era un coche europeo, sedán negro elegante, pero lo justo para no llamar la atención. Un BMW, al menos el coche lo eligieron bien. Lo habían dejado abierto, y antes de poder oír disparos desde lo lejos ya había manchado de ocre la tapicería de cuero de todo el coche. Joder, ¡cómo salpicaba! Esos coches no iban con llave. Apreté el botón y pisé el pedal de embrague, se encendió sigilosamente. Metí marcha torpemente y me fui alejando a segunda marcha. La luna de atrás reventó en mil pedazos y uno de ellos me cortó el hombro, pero se habían quedado sin balas. Crucé un par de esquinas y vi la valla de la entrada, pero al adrenalina se disipó al ver un todoterreno aparcado a un lateral. Sabía lo que tocaba. De la caseta de la entrada salieron dos hombres con una sonrisa de oreja a oreja, se iban a despedir de mis captores cuando vieron mis ojos morados por la ventanilla. Corrieron para adentro, a por las armas, por supuesto. Yo no era ningún entendido, pero el perfil de la M4 era inconfundible. Mil balas con mi nombre me susurraron al oído, pero ninguna me tatuó. Seguía mal, pero seguía. Un BMW con el depósito medio lleno y la promesa del horizonte otro día más era suficiente. Encendí la radio, 'A horse with no name' de America. Era perfecto. El paisaje desértico y el Sol abrasador era un paisaje digno pero, ¿al lado de un puerto? Preferí no preguntar porque sabía que estaba en Oriente Medio. Y yo con la esperanza de encontrarme en Nueva Jersey...Al rato mi suposición fue más obvia cuando empezaron las curvas en la carretera, perdí al todoterreno y empezó a oscurecer. Amaneció en un pueblo lleno de cascos azules, pero no supe si tomármelo como consuelo o como amenaza. Pasé de largo con las luces apagadas y tuve la suerte de que ese negro carbón metalizado no destellara en sus gafas de aviador. Al cuarto de hora vi un cartel medio caído en un lateral del asfalto que decía en inglés: Siguiente punto de control a 10 millas. Problemas, como no; problemas americanos, nada menos.